Fijémonos, por ejemplo, en la obra de construcción o de reparación de edificios. En otros países es necesario que haya muchos dedicados a la reparación, porque lo que los padres construyen con gran trabajo, los herederos pródigos lo descuidan de manera que poco a poco se arruinan, así que lo que pudo repararse a poca costa, el sucesor tiene que edificarlo casi de nuevo. En Utopía las cosas no ocurren así, porque estando todas las cosas y las ciudades compuestas y ordenadas de una vez, raramente acontece que se elija nuevo sitio para fundar edificios, y no sólo acuden con brevedad a reparar lo que se deteriora, sino que lo previenen con tiempo, antes de que amenace ruina. Por esto sucede que los edificios duran mucho tiempo.
Fragmento de “Utopía”, de Tomás Moro
Los siglos XX y XXI nos convencieron de que todos nuestros futuros son distópicos. La literatura y el cine explican con lujo de detalles cómo la humanidad marcha firme hacia su autodestrucción. Cero esperanza. Se entiende entonces que las utopías tengan mala -o nula- prensa. Hay utopías grandes y bellas, como esa isla imaginada por Tomás Moro en 1516, cuna de hombres y mujeres viviendo en armonía en una verde y plácida tierra. Y hay utopías más pequeñas y terrenales, que no deberían quedar tan lejos del alcance de la mano.
Será que lo trajinado del término le quitó su componente de sueño y de excelencia a la utopía. Que el peor alumno del curso se saque un 10 es una utopía. Que un equipo de mitad de tabla gane la Copa Libertadores es una utopía. La degradación de la utopía se refleja en el día a día. Y no, no es cualquier cosa, así que convendría dejar en paz el concepto por un buen tiempo, al menos que sea empleado con un fin un poco más elevado. Sería una manera apropiada de devolverle algo del prestigio perdido.
Durante 2018 no habrá elecciones. Se dirá que el político vive en campaña y no deja de ser cierto, pero permitámonos mirar las cosas de otro modo. ¿Qué ocurriría si, al menos por un año en el que no estarán obligados a lanzar discursos de barricada, nuestros gobernantes firman una tregua?
Imaginemos el cuadro: miembros de los Ejecutivos (provincial y municipal), legisladores (locales y nacionales) y ediles acordando 12 meses de trabajo enfocados en el bienestar de los ciudadanos que los votaron y no en sus propios intereses. ¿No sería una maravilla? Ni siquiera se les pide que se respeten ni que se ayuden. Tan sólo que se guarden las chicanas hasta el 2019 electoral y que en vez de emplear el tiempo y los recursos en desprestigiar y embarrarle la cancha al prójimo se concentren en lo suyo.
Es impactante la preocupación que surgió por la preservación del patrimonio después de que a lo largo de décadas (casi) todos miraron para otro lado mientras la piqueta demolía una tras otra las joyas de la arquitectura tucumana. Que nadie piense que todo lo concerniente al “boulevard Salta” y la Casa Sucar es una pelea por determinar quién le arruina el negocio inmobiliario a quién. Ahora, semejante y súbita pasión por la defensa del patrimonio, ¿no podría abarcar también los edificios “protegidos” que están cayéndose a pedazos?
Las tarifas del transporte van a aumentar más pronto que tarde. ¿Y si se ponen de acuerdo para que los precios sean razonables y el pésimo servicio de ómnibus y taxis que sufrimos los tucumanos mejore un poquito? Que a nadie se le ocurra que los concejales y los funcionarios están más preocupados por quedar en buenos términos con los empresarios y en no pagar el costo político de un tarifazo que en la calidad de vida de los ciudadanos.
La pelea PE-Municipalidad alcanza extremos tan vergonzosos que de las obras en torno a los túneles -apenas un parquizado más o menos decente- nadie se hace cargo. Hasta aquí, la estrategia comunicacional y de gestión del municipio ha sido tan simple como sistemática: echarle la culpa al otro. Es una magnífica zona de confort, porque si la capital es una ciudad insufrible los responsables son la SAT, los frentistas que no arreglan las veredas, los industriales que contaminan el aire, el vandalismo, las gestiones anteriores (de las que Germán Alfaro y compañía formaban parte), los municipios vecinos que no limpian los canales, Manzur, Alperovich, Jaldo y un larguísimo etcétera.
Un año de tregua, tan sencillo como eso. O no tan sencillo desde la lógica de la confrontación permanente, pero de cuánta utilidad para todos. Incluso para los propios involucrados, que podrían sacarse de encima el yugo que representa, día a día, explicar lo inexplicable. Un año de tregua que ahorraría inservibles batallas dialécticas entre el Gobierno y los voceros del Plan Belgrano. La única verdad es la realidad de que se hizo poco y nada -por ejemplo- en materia de prevención de inundaciones. Ni de un lado ni del otro.
Los pactos de esta naturaleza, que representan más expresiones de deseo que posibilidades prácticas de ejecución, suelen caber bajo el paraguas de lo utópico. Y sí, es una tentación ponerle ese rótulo a un apretón de manos entre gente que no se quiere. Y no, no corresponde, porque de lo que se habla en realidad es de asumir actitudes honestas, generosas y despojadas, no de ensayar un salto de calidad hacia un plano superior de la Política. Dejemos la utopía en otra dimensión. La del fragmento de la obra de Moro, esa que dice “...no sólo acuden con brevedad a reparar lo que se deteriora, sino que lo previenen con tiempo, antes de que amenace ruina”. Pero sobre todo, y a la luz de la tucumanidad, lo que aflora es la sensación de que una tregua, más que en lo utópico, ingresa al terreno de la ciencia ficción.